Por Oscar Carrasquel
Muchos han sido los intentos para tratar de explicar esta pequeña historia que nace de la memoria. Venezuela se encontraba a principios de la década del 50 en plena dictadura militar de Marcos Pérez Jiménez. De esa época lo que busco contarles es un hecho frecuente que ocurría ante nuestros ojos en aquellos años de nuestra juventud. Toda la gente joven le temía a la policía; inspiraban miedo los agentes policiales que andaban en recorrida por la calle con una peinilla hoja larga sujeta en la cintura.
El cine “El Corralón”, como lo saben muchos era lo que había más cerca, estaba situado por la calle Bolívar de Villa de Cura, estado Aragua, precisamente a media cuadra de la plaza Miranda y a la misma distancia del cuartel de policía.
Los parroquianos concurrían casi todas las noches al cine El Corralón a ver una película mexicana o de vaqueros, y a mirar extasiados las curvas en el cuerpo de la Tongolele, de la escultural Ana Berte Lepe y María Antonieta Pons. Pero en medio de lo que podíamos llamar una guerra de nervios, con los ojos bien abiertos, mirando para todos lados, Alrededor de las 8 pm era la salida del cine, pero había que intuir que no fueran andando los meses de verano,:febrero, marzo y abril, cuando el viento rudo soplaba y la candela empezaba a envolver las faldas de los cerros El Vigía y de Los Chivos, las principales lomas naturales del pequeño valle.
Ligando que no se le hubiese ocurrido a un furtivo cazador en época de perdices y de conejos prenderle fuego a la vegetación en la falda de los mencionados cerros, porque los cinéfilos corrían el trance de ser montados en la patrulla y convertirse en bombero o en agente guardabosque.
Entre las cosas que le pudieran ocurrir es que lo estuviera esperando la camioneta de recorrida de la Policía a la salida del cine, cubriendo toda el área de la salida para embarcarlos, tal como ganado en la Romana. Los menores de edad estaban exceptuados y las féminas salían ilesas ya que se les respetaba su género.
A cualquiera persona adulta en la década de los años 50, a la salida del cine se le cortaba el resuello al distinguir estacionada en la puerta de salida del teatro la patrulla policial la cual lo conduciría a “colaborar” con una rama de palmera en la mano, con el fin de sofocar la línea de fuego que consumía la vegetación en los cerro El Vigía y Los Chivos. La persona no tenía que ser veguero, también reclutaban a hombres con traje de paltó podían ser venezolanos, italianos, portugueses, españoles provenientes de la migración de Europa.
Con el carácter duro, perturbado de amargura, los caballeros nacionales y extranjeros tenían que hacer ese obligado regalo a la autoridad, ayudar a salvar y proteger el medio ambiente, sin chistar ni procurar un gesto de protesta. No importaba que fuera lunes, sábado o domingo, A nadie se le ocurría ofrecerle dinero o prebendas a los gendarmes para que lo dejase ir..
Cuando la autoridad precisaba que el personal que salía del cine era insuficiente, entonces recurría a los botiquines, a los que estaban jugando billarín en una heladería ubicada en la calle Bolívar; en locales donde jugaban dominó, y canchas de bolas criollas, y paraban a aquel que transitaba por la calle.
Muchas personas tenían que pegar un carrerón para evitar ser reclutado y no llegar sofocado y oloroso a humo cuando se vuelve a casa. Así es la cosa de las dictaduras que buscan adueñarse de la voluntad de las almas libres. Afortunadamente las cosas cambiaron, se supo que la orden fue derogada por quejas interpuestas por los consulados de naciones extranjeras a quienes gobernaban, para defender los derechos de sus conciudadanos.
Oscar Carrasquel. La Villa de San Luis, tricentenaria
Ruta de la imagen desconocida.
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