Por Oscar Carrasquel
La añoranza es por volver a vivir la pasión de ver aquel
grupo de chiquillos como una bandada de polluelos que en una de esas tardes
dominicales inundaba una cuadra de la plaza Miranda, llenos todos de inmensa alegría
y emociones. El altozano mayor de la Iglesia Matriz de esta Villa de San Luis
de Cura, la que aprendimos a amar, es el escenario escogido para este sencillo
relato. Estuve recordando con nostalgia aquel episodio de hace más de seis décadas.
Alboreaba, como digo, un domingo o un día de fiesta religiosa del calendario católico romano, por lo tanto la fecha escogida para el ritual de bautizo y confirmación; un día de ceremonial solemne en la población, ya que para esos fines había sido convocado para La Villa el señor Obispo del Episcopado de Maracay.
Ya había recibido el párvulo de parte del señor Arzobispo la cruz sobre la frente, además del agua bautismal de una fuente de mármol ubicada en todo el centro del atrio; a un lado de la antigua imagen del apóstol San Juan. También estarían presentes los progenitores y padrinos. Al final de la Eucaristía se oye el alegre repicar del campanario de la Iglesia. Las cinco de la tarde en punto marcaban los dos relojes antiguos en lo alto de la catedral.
Los muchachos en número de seis o siete esperan la salida del padrino por el portón del frente para pedirle la bendición. Venía ataviado de paltó sin corbatín, acompañado de los padres de la criatura y de la cariñosa madrina, con el misal en la mano y de velo cubriéndole la cabeza. La madrina es quien trae al recién bautizado reclinado en su regazo. Ya todos los niños han tomado puesto de combate. Y entonces es el instante esperado por todos para gritar en un solo coro de voces:
¡Écheme la bendición padrino!
Después salen en loca carrera y comienzan los gritos alrededor de los diversos ventorrillos cerca de la plaza, el cotufero, el chichero o el vendedor de raspados. Buena parte resuelve adquirir chicles de menta o capsulitas de maní y entrar a la función de vespertina del cine El Corralón, por cuyo boleto de entrada se paga un mediecito (0.25) en taquilla.
Algunos recordarán aquellas tarjetas impresas para recordar el bautizo, que se le pegaba un mediecito de plata, la cual se repartía entre los seres queridos; la verdad es que esto desapareció del afecto y ha dejado de ser importante en la relación interpersonal. Recuerdo que la especialista era la Editorial Miranda que te entregaba las tarjetas diseñadas con un versito espiritual para la ocasión, inspirado por el prensista y poeta Juan Meza.
El ritual religioso del cristianismo sigue vigente. Sin embargo, uno quisiera volver a nacer para vivir otra vez estas cosas sencillas y a la vez fascinantes del tiempo transitado, como un sueño que se lleva muy adentro del corazón. Aprovecho esta fecha tricentenaria de nuestra ciudad para escarbar estas cosas aparentemente insignificantes, igual como un colibrí que abreva de una flor sin detenerse.
No hay comentarios:
Publicar un comentario